En el lienzo se despliega un sueño onírico, donde la medicina tradicional china se fusiona con la fuerza transformadora del fuego. Un fuego que, en este caso, no solo representa al corazón y al intestino delgado, según los saberes ancestrales, sino que se convierte en un símbolo de poder y cambio.
Los tonos naranjas, rojizos y amarillos de los óleos nos sumergen en la calidez y la intensidad de este fuego. Un fuego que arde con pasión en el corazón de la obra, representado por un puerto que se convierte en cenizas.
De entre las llamas emerge una deidad. Mitad mujer, mitad llama, esta figura ancestral danza con energía sobre el lienzo. Sus manos, extendidas hacia el cielo, sostienen el fuego transformador, un recordatorio de la fuerza que reside en la naturaleza.
En sus coletas, letras tribales proclaman el nombre del elemento: Fuego. Su kimono, envuelto en llamas, refleja la belleza que surge de la destrucción. Un símbolo de la eterna transformación que rige el universo.
Verano, estación de calor y vitalidad, impregna la obra con su energía. El óleo se mezcla con metales, polvo de mica y glitter, creando una textura que evoca la rugosidad de las cenizas y el brillo incandescente del fuego.
El marco, barroco negro envejecido con efecto quemado, enmarca la escena como un portal hacia este sueño ígneo. Un sueño que nos invita a reflexionar sobre la fuerza transformadora del fuego y la necesidad de cuidar la naturaleza.
En esta obra, el fuego no solo representa un elemento, sino que se convierte en un catalizador de cambio, un símbolo de la fuerza interior y un llamado a la acción. Un sueño onírico que nos invita a conectar con la sabiduría ancestral y a reconocer el poder transformador que reside en nuestro propio interior.
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